En tiempos pasados, relativamente recientes, al terminar la vida sexenal, es decir, cuando concluía un régimen gubernamental en México, nuestra nación entraba prácticamente en bancarrota. La reservas internacionales del país quedaban en su nivel más bajo; la deuda externa se disparaba hasta alcanzar sumas exorbitantes; el peso sufría una considerable devaluación frente al dólar; las finanzas del estado mexicano se abatían, llegándose al grado de tener que recurrir una vez más al endeudamiento para hacer frente a los compromisos gubernamentales del régimen entrante.
En fin, cada vez que se cerraba un ciclo político y comenzaba otro la República tenía que reinventarse y resurgir de sus cenizas, para sobrellevar una pesada carga económica y psicológica impuesta por las desafortunadas circunstancias producto de la improvisación, la imprevisión y la carencia estrategias, planes y políticas públicas de mediano y largo plazo. Incluso eran fuertes las repercusiones que en el plano anímico y moral resentíamos tanto los ciudadanos mexicanos que contábamos con al menos cierto conocimiento de la problemática económica y social, como quienes aún no siéndolo ya comprendían la situación por la que el país atravesaba. Era pues una ruina material y espiritual la que padecíamos cada seis años.
Además la llegada del nuevo mandatario nacional traía aparejada una serie de transformaciones en la vida institucional del país, bajo la premisa de corregir los yerros del pasado para dar a la República estabilidad, rumbo y certidumbre. Así, se creaban nuevas comisiones, organismos públicos y/o secretarías de estado, y otras se fusionaban; había iniciativas de ley para efectuar modificaciones constitucionales, y para la creación de nuevas leyes o la reforma de las existentes; se modificaban las tasas de los impuestos; se instituían nuevas políticas y programas de gobierno, que a veces no alcanzaban una verdadera consolidación institucional porque su efímera existencia se constreñía solo a la temporalidad de un sexenio. De ese modo México, junto con la alegría, la fe y las esperanzas de millones de mexicanos nacía, crecía, se reproducía y moría… cada seis años.
Fue hasta el sexenio del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, destacado miembro del Partido Revolucionario Institucional -y seguramente uno de los Jefes de Estado a quien la historia colocará entre los más notables que ha tenido nuestra patria-, cuando la desazón y angustia terminaron. Político prudente, de sólida formación económica, cuyo arribo al poder se dio de manera circunstancial, al tener que asumir la candidatura presidencial priísta que dejara vacante con su inesperada muerte el carismático y talentoso Luis Donaldo Colosio, al ser arteramente asesinado en marzo de 1994; Zedillo tuvo la probidad y destreza necesarias para sentar las bases de saneamiento financiero, disciplina administrativa y visión de largo plazo que hasta entonces habían sido inobservadas por el estado mexicano.
Por fortuna al término del gobierno panista del presidente Vicente Fox, pese a los múltiples errores y fracasos que esa polémica administración tuvo, las autoridades de entonces no cayeron en la insana tentación ignorar el ejemplar legado del expresidente Ernesto Zedillo, y respetaron el nuevo orden económico que él había instaurado. Ahora, en el ocaso de otro régimen panista que tampoco deja muy buen sabor de boca por su cuestionado desempeño en cuanto a seguridad pública y empleo, surge de nuevo la duda, la inquietud y la zozobra: ¿Tendrá el presidente Felipe Calderón la prudencia requerida para preservar la acertada política económica que doce años atrás instituyó el Dr. Zedillo, o cometerá la torpeza de hacer que los mexicanos transitemos por otra dolorosa cuesta de inicio de sexenio? La respuesta no la sabemos, ojalá que Calderón no se equivoque; lo que sí es cierto es que el próximo Presidente de la República no será del PAN sino del PRI; y su nombre es muy probable que sea Enrique Peña Nieto.
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