El amor – en su sentido agápico (Griego: Agápe) – significa capacidad concreta de darse en favor del otro, buscando la debida interacción con la verdad de él. Y eso también debe ser aplicado a la concepción humano/erótica del amor, pues, éste para ser auténtico no podrá tener el egoísmo como única fuerza motriz.
El amor no se resume a la utilización del otro como objeto de placer sexual. El no podrá permitir la utilización momentánea y descartable de un “alguien humano” por medio de aventura sin compromiso e irresponsable. El auténtico amor comporta el compromiso.
Estamos acostumbrados a oír los gritos de una sociedad, que elevó a la máxima potencia la necesidad de satisfacer los propios deseos e instintos a cualquier costo, transmutando así el valor de la persona y colocándolo en segundo plano. Dentro de ese universo de comprensión lo que importa es satisfacer el deseo, no importándose si el otro es utilizado como un mero “juego” por algunos instantes, siendo después lanzado en las manos del destino.
Es el amor/compromiso que humaniza la sexualidad, de lo contrario ella se vuelve apenas egoísmo animalesco. La vivencia sexual sin el amor deja de ser humana y se vuelve esclavitud instintiva.
Quien verdaderamente ama es capaz de asumir al otro integralmente, con todas sus consecuencias, sin querer usarlo apenas para una satisfacción superficial.
El amor vuelve humana la sexualidad, generando el compromiso – que tiene su máxima expresión en el matrimonio sacramental – y el bien, necesarios para que la debida interacción acontezca, señalando el otro como fin y no como medio. El ser humano posee una dignidad inviolable, el es persona y nunca deberá ser disminuido a la categoría de objeto.
El amor trae color y sabor a la vida, él inaugura una primavera de sentido para toda y cualquier relación.
La virtud a la que somos llamados consiste en contemplar personas y relacionamientos bajo la óptica del auténtico amor. Así la donación sincera en vista del bien inspirará nuestras actitudes y nos permitirá elevar el ser a su altísima y verdadera condición: la de hijo amado, querido y respetado por Dios.
Por Adriano Zandoná de ALMAS