Un tirano con suerte

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Mientras en Japón el gobierno se debate frente al devastador golpe de la catástrofe que el maremoto y el terremoto de días pasados le ha asestado a la economía y a la sociedad de ese país, el régimen libio parece sentirse aliviado por una al menos momentánea y circunstancial distracción de la opinión internacional. El fenómeno geológico que ha llenado de luto y desolación a la potencia asiática vino, por casualidad, a desviar la mirada y atenuar la andanada de críticas internacionales que durante los recientes días fustigaron justamente al líder libio Muammar Gaddafi debido al exterminio social que desató mediante sus tropas con el afán de conservar el poder dictatorial, que desde hace 42 años detenta bajo el camuflaje ideológico de revolución, tal como lo han hecho Fidel Castro en Cuba, desde hace medio siglo; o Hugo Chávez en Venezuela, durante los últimos 13 años.

 

 

 

Así las cosas, el régimen de Gaddafi no deja de estar -aunque sea relativamente- en riesgo de sucumbir, pues pese a la eventual tragedia japonesa que lo alejó de las primeras planas de la prensa mundial, persisten las acechanzas que contra el longevo y repudiado sistema autoritario gestado por el comandante militar se enderezan desde varios frentes, encabezados unos por los dirigentes de una diversidad de ancestrales tribus étnicas asentadas en Libia, algunos por importantes militares y políticos disidentes del tambaleante aparato gubernamental, y otros por el bloque de naciones occidentales comandado por los Estados Unidos y la Unión Europea que, dicho sea de paso, verían como un triunfo para su política energética la eventual remoción del gobernante libio.

 

No obstante las alentadoras expectativas democráticas generadas por la insurrección popular que se apoderó de importantes ciudades del este de Libia al iniciar del conflicto, en las semanas anteriores, así como por la rápida aparición de la flota militar norteamericana en aguas del Mar Mediterráneo, los recientes acontecimientos parecen desvanecer las posibilidades de extinción de la prolongada hegemonía de Gaddafi, ya que su leal ejército está avanzando con gran contundencia sobre los rebeldes opositores, quienes mal armados, y peor adiestrados, difícilmente podrán derrocar al dictador, a menos que las fuerzas armadas de occidente entren en acción para relevarlos en su improvisada y quizá intrascendente aventura, que parece estar destinada al modesto sitial de mera anécdota histórica.

 

En el argot del juego se dice que un jugador sin suerte no es buen jugador. Y la suerte parece estar favoreciéndole a Gaddafi, ya que no obstante ir ganando la partida por contar con mayores recursos financieros, militares y estratégicos para aplacar a sus mermados oponentes, ahora se encuentra en el camino con la imprevista desgracia japonesa, que ha venido a quitarle de encima -aunque sea solo ocasionalmente- los reflectores. Será más que difícil destronar al enquistado gobernante libio, cuya mala imagen y desaprobación tanto nacional como internacional no han sido suficientes para concitar en su contra acciones sólidas que permitan vislumbrar el fin de su dictadura. Sin duda, la aparente inmunidad e impunidad de las que goza Gaddafi lo colocan a él y a su régimen dentro de esa atípica y controvertida clase de gobiernos que pese a sus aberrantes formas de ejercicio del poder aún siguen vigentes en el presente siglo XXI. Gaddafi es, más que un pésimo gobernante, un tirano con suerte.

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