Los amparos recientemente otorgados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a tres parejas homosexuales, inconformes por haberles sido negado en Oaxaca el acceso a la unión matrimonial, ahonda la polémica de este controvertido tema, en el cual nuestro país parece encontrarse entrampado desde que en 2010 se aprobó en el Distrito Federal la Ley de Sociedad de Convivencia, que permite la unión legal entre personas del mismo sexo.
Algunos ministros de la SCJN confunden los términos matrimonio y sociedad de convivencia, ya que piensan que los aspirantes a legalizar una unión homosexual tienen derecho a que las autoridades de las entidades federativas del país -como en el caso de Oaxaca y del resto de estados que aún no cuentan con la figura de sociedad de convivencia- los declaren unidos en matrimonio. Esto es aberrante, ya que tradicionalmente el matrimonio, tanto desde el punto de vista de la filosofía jurídica, como dentro de la religión católica, ha sido concebido como el enlace conformado por un hombre y una mujer, es decir, por dos personas de distinto sexo. En términos generales, con independencia de las particularidades propias de cada sistema legal, en el contexto jurídico-civil el término matrimonio siempre ha sido definido como la unión de un hombre y una mujer, reconocida por la ley como familia. Por lo que respecta a los cánones del catolicismo el matrimonio es conceptualizado como el sacramento de la Iglesia católica, que une a un hombre y a una mujer ante Dios y ante la Iglesia.
Es innegable la libertad para que en México hoy las personas del mismo sexo unan sus vidas sin discriminación social. Sin embargo, es pertinente generalizar en el país la instauración de una legislación que norme y tutele el derecho de las personas homosexuales para pactar un contrato civil que les brinde certeza jurídica cuando deseen sostener una relación formal y duradera. Lo cuestionable es que ante las exigencias jurídicas que plantean los nuevos modelos de convivencia social contemporánea se trastoquen el marco conceptual y la terminología convencional, al tratar de emplear la longeva y sacramental figura del matrimonio para nombrar, describir y amparar a un nóvel régimen de cohabitación humana, que aunque guarda cierta analogía con la histórica alianza hombre-mujer, es esencialmente incompatible con su naturaleza.
El artículo 143 del Código Civil para el Estado de Oaxaca establece que “el matrimonio es un contrato civil celebrado entre un solo hombre y una sola mujer, que se unen para perpetuar la especie y proporcionarse ayuda mutua en la vida”. La SCJN, con evidente equivocación, determinó que la redacción de dicho artículo “atenta contra la autodeterminación de las personas y el derecho al libre desarrollo de su personalidad”, y también consideró que el texto del artículo que dice “un solo hombre y una sola mujer” debe interpretarse como “entre dos personas”, sin importar el género que sean. Errónea argumentación la que por desgracia han esgrimido los ministros de la corte, pues al aseverar que el artículo 143 atenta contra la autodeterminación de las personas, y al considerar que su contenido textual se debe interpretar de manera que el contrato civil matrimonial se pueda realizar entre dos personas, sin distinción de género, lejos de resolver una controversia incurren en el grave yerro de equiparar burdamente a la recién creada sociedad de convivencia con la milenaria institución del matrimonio.
Ante tal confusión y mescolanza de términos, propiciada por los jurisconsultos encargados de la jurisprudencia del más alto tribunal del país, resulta preocupante la deformación conceptual hacia la cual se encamina el andamiaje doctrinal del sistema jurídico mexicano. La razón es simple: sin menoscabo de las importantes finalidades de socorro, protección, respeto y ayuda mutua hacia las que necesariamente debe orientarse la conducta de los consortes de un matrimonio, otro de los objetivos fundamentales –aunque no imprescindible- para la constitución de esta legendaria, noble y trascendental institución, es la procreación de los hijos, pues el matrimonio y la descendencia familiar que por lo general se deriva de este, son el origen de la existencia orgánica y moral de la sociedad.
El matrimonio siempre será sinónimo de heterosexualidad. Decir que el vocablo matrimonio puede ser empleado de manera ambivalente para describir y tutelar tanto a la unión entre personas del mismo sexo, como a la inveterada práctica consistente en el ayuntamiento jurídico y/o espiritual entre hombre y mujer, es una postura equívoca y absurda, que equivale a afirmar que hay muertos con vida y muertos difuntos.