El caso de Florence Cassez pasará a la historia como una de las circunstancias difíciles para el aparato de impartición de justicia en México. Independientemente de que sea o no liberada la ciudadana francesa sentenciada a 60 años de cárcel por la comisión de los delitos de secuestro, delincuencia organizada, y portación de arma de uso reservado a las fuerzas armadas, en perjuicio de varias personas de nacionalidad mexicana, quedarán en entredicho las autoridades de nuestro país, y en general el sistema gubernamental de persecución y castigo del delito. El solo hecho de que haya subido al escaparate internacional la discusión respecto a la violación a derechos elementales de la acusada al momento de su detención, implica un serio cuestionamiento en contra del gobierno mexicano.
No son pocas las veces que se han criticado detenciones arbitrarias, por no decir ilegales, en las que la rudeza innecesaria, el robo de las pertenencias de los detenidos, y hasta la tortura, han imperado; así de irregular ha sido en muchas ocasiones la actuación de agentes ministeriales y órganos públicos encargados de la aprehensión de delincuentes para su presentación ante los juzgadores. Y por ende, así de endeble es la imagen que se tiene respecto al desempeño de los entes públicos que deben velar por la aplicación de la ley, la consecución del orden y la impartición de la justicia en México.
Es un imperativo ineludible para el estado mexicano proceder con toda pulcritud y con pleno respeto a las garantías individuales de los indiciados, al momento de sus detenciones, pues hay una incongruencia si quien persigue al delito guiado por el supremo valor de la justicia lo hace mediante conductas no solo reprobables desde los puntos de ético y moral, sino en abierto desacato a las normas jurídicas y al justo trato que merece todo detenido. El penoso caso Cassez habrá de servir de advertencia para la Secretaría de Seguridad Pública, la Policía Federal y la Procuraduría General de la República, instituciones que al parecer actuaron con descuido en el operativo que permitió la captura de la banda de secuestradores a la que pertenecía la tristemente célebre joven francesa.
Ningún mexicano con sentido común aceptará que después de la evidente culpabilidad de Florence Cassez al coparticipar en la comisión de los graves delitos que hoy la tienen encerrada, se le libere por el solo hecho de que entre otras violaciones a sus derechos se le negó la asistencia jurídica consular al momento de su detención; sin embargo, ningún mexicano sensato metería las manos al fuego por la actuación de las autoridades encargadas de la redada contra la francesa y sus compinches, pues como ha quedado histórica y reiteradamente demostrado, en México a veces se cometen en nombre de la justicia arbitrariedades y atropellos.
Es lamentable, sin duda, que a estas alturas del desarrollo del país aún prevalezcan en sus instituciones públicas los recurrentes vicios, la negligencia y la ausencia de profesionalismo que por décadas han sido causa de su falta de credibilidad y desprestigio; pero más desolador resulta que por omisiones jurídicas intrascendentes se deje en libertad a quien todas las pruebas y acusaciones señalan como copartícipe en la comisión de serios delitos. Resulta claro que se omitió el cumplimiento de ciertas normas y garantías de derecho durante el procedimiento mediante el cual Florence Cassez fue atrapada, pero son incuestionables la fuerza y jerarquía del adagio filosófico mundialmente reconocido, cuya letra testifica que el derecho jamás podrá estar por encima del supremo y universal valor de la justicia; por ello, siempre que el derecho se contraponga a la justicia, todo jurista deberá emitir su opinión, invariable e incondicionalmente, en favor de la justicia. Se cometería un acto absolutamente injusto si por el simple e intrascendente incumplimiento de ciertos preceptos legales, se eximiera del castigo que merece a quien secuestró, torturó, y perjudicó para siempre la vida de personas inocentes.
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