El domingo desde temprano, por la mañana leía Vislumbres de la India, de nuestro poeta, y me quedé nuevamente deslumbrado. Prendí la televisión por rutina y presenciaba las imágenes de la visita a México de Benedicto XVI. No estaba el pensamiento donde estaba el cuerpo, seguía en fantasías de la India.
Estaba mi pensamiento en el triángulo de la tierra sagrada, teatro de las encarnaciones de los dioses de Mahabarata, y veía a Benedicto XVI repartir bendiciones en el corazón de esa musicalidad, de esa pintura que es el Bajío, sensibilidad y magia, que lentamente se iba revelando en imágenes para que se expresara el espíritu, como esencia sagrada que brillaba en joyas de piedra de mil colores, acariciadas para descubrir nuevos colores en rastro del origen prehispánico que revelaba otra novedad de colores, alegres fantasmas de formas caprichosas que se iluminaban de suaves resplandores casi imperceptibles, cortinas de gasa transparente para ofrecerse a la mirada curiosa deslumbrada por la luz que nos identificaba con Bharata Varsha; la gran pagoda hierática de Madura, los montes de Suleimán y los cielos de Birmania de las viejas películas de la Metro. Elefantes con casquilletes áureos sobre las gualdrapas. Rajas de bronce y ébano en carrozas de plata. La India misteriosa y lejana me enlazaba al Egipto de mis amores, más misterioso y lejano aún, flotando sobre el río Nilo del que partió el poeta.
Se iba el pensamiento a la noche densa de los vívidos luceros traspasada. La India, que al abrir sus ojos, borda dos esmeraldas en el callado y tibio terciopelo de sus jardines en calma. La seda de un velo en una bella mujer india apenas si rescata el limpio cobre de la tez caliente. Siete vueltas se señalan en los turbantes policromos; zarcillos y collares se derraman en los ríos sonoros y revueltos de sus cuerpos indios y sus cuentas de ámbar son amarillas de celos, violetas de deseo, rojas de místico sexo, verdes de creencias que no hay que confundir con el blanco de la esperanza.
La India, jugo de limón y naranjas agrias, con las que creía descubrir el secreto de las noches indias, llena de ansias de sexo místico, leídas en el KamaSutra. Sexo que besa sin besar, acaricia sin acariciar, toca sin tocar, penetra sin penetrar. En los kioskos de sus plazas/ rumor de aguas y hojas silenciosas/ aguardan mujeres de cara cubierta, ojos hundidos y tez cobriza que traspasan sin traspasar el relámpago breve de sus vibraciones contenidas.
Hasta los bosques sagrados de la India llegó nuestro poeta, se armonizó con su rumor, su religiosidad, su pluralidad, su violencia y le cantó con voz de oro y aliento de fiebre sagrada mexicana, abrazado a la hoguera de las festividades indias, vestido con su traje blanco, bota charolada y la fuerza de su pluma mágica vestida de plata que enlazó cráteres de nieve con volcanes, dulces con picantes, misticismo religioso con sexo, recuerdos con realidades, India y los indios con México y los mexicanos.
Jugaba en mi fantasía con la religiosidad india, la hindú y la comparaba con la religiosidad mexicana de los fieles que vitoreaban a Benedicto XVI pese a no darles audiencia a las víctimas de los abusos de Marcial Maciel, y apagué la televisión recordando a Gandhi y el misterio de la India y las culturas prehisPropone
José Cueli
La Jornada