Desde hace varios sexenios, las organizaciones de la sociedad civil, sobre todo las de mujeres y las derechohumanistas, han sido las villanas favoritas del gobernador en turno de Chihuahua. Basta con que denuncien los feminicidios o las múltiples violencias que aquejan a la entidad, para que el Ejecutivo chihuahuense arremeta contra ellas acusándolas de desprestigiar al estado y de lucrar con su activismo.
El gobernador Duarte se había tardado, pero en unos cuantos días recuperó el atraso. La semana pasada, según lo reporta la Secretaría de Relaciones Exteriores, el mandatario chihuahuense acudió a una audiencia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en Washington. Ahí intentó refutar los datos sobre la violencia proporcionados por las organizaciones derechohumanistas chihuahuenses, y mostró los supuestos avances de su gobierno en materia de seguridad.
La CIDH actuó con una precipitación inusitada: primero, recibió al gobernador fuera de su programa de audiencias –seguramente por insistencia de Felipe Calderón, aliado de Duarte en la estrategia de combate al crimen organizado–. Y, sin siquiera dar el beneficio de la duda, ni mucho menos confrontar los datos con los proporcionados por las organizaciones de la sociedad civil, hizo un reconocimiento público de los avances del gobierno chihuahuense.
Varias organizaciones sociales de Juárez y de la capital del estado, así como la Red Todos los Derechos para Todas y Todos y el Observatorio Ciudadano del Feminicidio, impugnaron la versión del gobernador y la actitud de la CIDH. Sus datos son contundentes: Chihuahua tiene posiblemente la tasa de homicidios de mujeres más alta en el mundo, con 34.73 asesinatos por cada 100 mil mujeres, 15 veces más alta que la tasa de homicidios de mujeres a escala mundial. Tan sólo de 2011 a la fecha se cuentan más de 400 desaparecidas en el estado. Presentan casos que comprueban que la tortura está lejos de desterrarse de la práctica de los cuerpos policiacos como el de Ciudad Juárez. Señalan que a pesar de las recomendaciones de la CIDH, los malos tratos a las mujeres y las omisiones siguen siendo práctica común en los servidores públicos que reciben la denuncia de violencia por parte de las víctimas. Observan certeramente que la violencia contra las mujeres en esta entidad se ha incrementado por la falta de respuesta del estado a las muy numerosas recomendaciones y mandatos de organismos internacionales, incluyendo la decisión de la CIDH en su sentencia sobre el Campo Algodonero y por el contexto de violencia armada.
El gobernador respondió de inmediato en el mismo tono de sus antecesores: en un acto público de entrega de fondos a organizaciones de la sociedad civil –a las bien portaditas– arremetió contra quienes desde este tipo de organizaciones “… buscan establecer intereses meramente electorales… quienes buscan enmascararse en movimientos de esa naturaleza para acceder al poder…” Fustigó a quienes “… se encubren en la organización de la sociedad para alimentar intereses partidistas o particulares, que van en detrimento de la función de las organizaciones legítimas”.
Lejos de invitar a confrontar los datos sobre la violencia, de promover un debate sobre un asunto del más alto interés público como es este, el gobernador descalifica a quienes, ya no digamos piensan diferente de él, sino manejan datos que contradicen su visión oficial del problema. La única crítica posible es la autocrítica… si es que alguna vez se da.
Por otra parte, Duarte le entra de lleno a la lucha de clasificaciones en la que se enfrascó con singular denuedo su antecesor Patricio Martínez. Para él, las organizaciones de la sociedad civil buenas son aquellas que suplen lo que el estado no quiere hacer: atender a los adultos mayores, tratar a los adictos, cuidar a los enfermos de VIH, o a los huérfanos. Es decir, las que se quedan en el ámbito de lo privado, las que no cuestionan sino atienden a los damnificados de la política del gobierno. Las organizaciones de la sociedad civil malas son las que irrumpen en el ámbito de lo público, las que hablan de derechos y los defienden, las que cuestionan o proponen políticas, las que, ante la ineficacia de las instancias gubernamentales locales o nacionales, desafían el monopolio de la diplomacia de los políticos y la retoman como ciudadanas y ciudadanos. Si acuden a la Comisión o a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, o a la Oficina del Alto Comisionado de la ONU, es porque sus recursos, sus gestiones, ante los diferentes órdenes del gobierno, han resultado infructuosos y frustrantes.
En síntesis, las organizaciones de la sociedad civil sólo calladitas y restringidas al ámbito de lo privado se ven bonitas. Porque si incursionan en lo público –monopolio de la clase política–, serán severamente acusadas de perseguir lucro económico o político.
Así trazadas las cosas, así definidos los adversarios desde el discurso del poder, la lucha para el gobierno no es contra los verdaderos autores de la violencia, sino contra quienes denuncian que ésta, a pesar de todo, sigue tragándose las vidas de los y las chihuahuenses.
Si no fuera porque la tozuda realidad se vuelve a imponer: contradiciendo las cuentas alegres del mandatario estatal, y de las columnas políticas en nómina, la misma noche que se fustiga a las organizaciones de la sociedad civil son acribilladas dos maestras en la ciudad de Chihuahua, y en los días siguientes hay masacres en Temósachic, y muchos asesinatos más en la capital del estado, en la zona centro sur, etcétera, etcétera, etcétera. El acontecer se vuelve a imponer al aparentar.