Ahora era viento, agua, fuego, tierra contenida en una semilla que pronto iba a aparecer pero con nuevos ropajes, nueva forma. Surgiría de los sueños, de los deseos, de las voces que la reclamaban, que la recordaban. Aparecería cuando su pueblo despertara del sueño de muerte en el que estaba sumido, del sueño engañoso que los hacía creer que el reflejo de su cuerpo se había borrado en el cielo.
Cuando ellos recuperaran su fe en las fuerzas de la naturaleza, de la creación, podrían pintar con ella su espíritu. Aparecería arropada con los rayos del sol, sostenida por la luna, en medio del aire, temblando en el viento, con una forma nueva, ya que la transformación del hombre, la transformación del mundo, es la transformación del universo. Los mexicas habían cambiado, los dioses, también.
«Cambiarán de forma nuestros ritos, será otro nuestro lenguaje, otras oraciones, distinta nuestra comunicación», le dijo Tonantzin, «pero los dioses antiguos, los inamovibles, los del cerca y del junto, los que no tienen principio ni fin, no cambiarán más que de forma».”