De México nos llega ahora un conjunto de creencias antiquísimas que fueron comunes al conjunto de Mesoamérica, transmitidas al igual que una gran cantidad de prácticas por los buscadores de la libertad individual y el equilibrio, los refinados artistas que unieron la tierra con el cielo en su concepción de la armonía cósmica. Ellos fueron y son los toltecas, que han perdurado hasta los tiempos presentes, fieles a una tradición que les exige la evolución constante, el cuestionamiento de todo lo que existe, el laborioso trabajo desarrollado con honor y la fe inquebrantable en unos principios morales que nos ayudan en cada momento a ser mejores.
Es inmenso y complejo el cuerpo de creencias y prácticas que nos han legado los toltecas, filósofos, artistas y sabios cuya identidad estaba por encima de la identificación con cualquier pueblo o nación. Necesitaríamos toda una vida para llegar a conocerlas en profundidad, pero siempre hay tiempo para acercarse a uno de los legados espirituales más originales de la Tierra.
La alquimia tolteca o proceso para evolucionar desde la forma más burda y material del ser humano, hasta la del ser divino que llevamos en nuestro interior, se refleja en la fusión de la serpiente (densidad de la materia y naturaleza humana) y el quetzal (sutilidad del espíritu y naturaleza divina), que sintetizan la expresión sublime de la divinidad: Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada.
Esta alquimia consiste fundamentalmente en un proceso de transmutación por el que las manifestaciones física, mental, emocional y vital, dan lugar a la conciencia pura. Para ello el tolteca ha de ejercer su voluntad, con plena decisión, pues lo que busca es la liberación personal por encima de todo, como una cuestión vital, escapar del espejismo que supone la existencia y su propia manifestación en la vida (el reflejo en el espejo de lo Absoluto). Este camino no es independiente de quienes les rodean, pues la toltequidad representa por encima de todo un conjunto de normas que influyen decisivamente en la sociedad, transformándola conscientemente, para mejorarla.
El trabajo práctico a la hora de hacer posible esta transmutación alquímica tiene lugar con una energía que se encuentra en la base de la columna vertebral, la simbólica serpiente que asciende en espiral, conocida en la India como Kundalini. Como indica Frank Díaz, uno de los investigadores que mejor conocen la esencia espiritual de los toltecas: “El atanor, llamado aquí Kuau’shikalli,’ vaso del águila’, es el centro abdominal que tienen que desarrollar tanto el varón como la hembra para producir el milagro del ensueño. Su contenido es el Atlachinolli, ‘agua quemada’ – el estado activado de la energía. El óvulo o semilla que se deposita en él es un tipo de concentración que despierta de su letargo al embrión del doble de ensueños”.
El símbolo que refleja en toda Mesoamérica la obra alquímica es el jeroglífico Atlachinolli, que está formado por dos espirales que se entrelazan. Una de ellas es curvilínea, representando al agua, y la otra es angular, simbolizando el fuego.
La sexualidad es fundamental en la práctica tolteca, pero no como se entiende habitualmente, destinada exclusivamente al estímulo sensorial y al gozo físico. La sabiduría ancestral nos revela que esta energía sexual es la fuente de la que procede todo lo que somos, y como tal hemos de utilizarla con conocimiento, pues en ello se fundamenta el conjunto de nuestra existencia. Similar al tantra de la India, el Yontlapalli propicia la fusión de lo masculino y de lo femenino. Es un arte que nos remonta míticamente a los orígenes, al ser hermafrodita que estaba más allá de las dualidades de la carne, de la materia. En un sentido real, se trata de encontrar en la otra persona con la que nos unimos aquello que nos complementa. Esta unión nos concede la conexión con la Totalidad, con lo que está completo, equilibrado, en armonía.
Esa idea de encontrar el equilibrio en la dualidad es una constante sistemática en toda clase de culturas mesoamericanas a lo largo de la historia. Partiendo de la experiencia propia, la maestría que se alcanza al consultarlo todo con el corazón, nos encontramos con el segundo precepto importante de la filosofía tolteca: la unidad cósmica. Los más antiguos pobladores de Mesoamérica creían en un principio cósmico llamado Semanawak, que vendría a significar “unidad circundante” y “unión de los opuestos”. El centro, la fuerza generadora o activadora de esta unidad, era llamada Teotl, que significa divino, energético y poderoso.
La esencia de la filosofía tolteca nos explica que aquello que podemos percibir del Universo cobra existencia a través de dos polaridades, cuya unión se denomina Ometeotl, es decir, divina dualidad. En este principio se originan infinidad de creencias, normas sociales, la compleja iconografía de las más variadas culturas, los movimientos de la danza, las prácticas energéticas, los ciclos de la vida, los símbolos ancestrales y la forma de entender el Cosmos en el que el ser humano busca encontrar su propio centro, inmerso en la propia dualidad divina de la que forma parte.
Frente a un concepto de la creación surgiendo de la nada, la toltequidad argumenta que todo lo que conocemos es fruto de un proceso de evolución constante en el tiempo y en el espacio. Senkawa es el nombre que recibe el movimiento por el que todo tiende a la perfección. Frente al equivocado concepto politeísta que tenemos de las culturas mesoamericanas, los toltecas creían que los dioses eran seres que habían alcanzado una evolución más elevada que la nuestra, pero partiendo de situaciones similares a las que nosotros tenemos, como seres humanos, en una continua experimentación que da como resultado aciertos y errores.
La forma de conectar con este principio equilibrador de la dualidad, Ometeotl, era precisamente a través del aliento. Existía todo un arte y una ciencia alrededor del aliento, que recibía el nombre de I’imati: “prestar atención a la respiración”.
Los mayas dicen que “el nombre de Dios se dice suspirando” y en todo México se pueden ver mascarones de Kinich Ahau, el Sol, con la boca abierta, mostrándonos el poder del aliento. Es un acto recíproco y sagrado de respirar a Dios y de ser respirado por Él. Si la naturaleza humana necesita alimentarse de materia, de la que se compone su cuerpo, ¿no es concebible que el ser espiritual, que es luz, se alimente precisamente de lo que verdaderamente es, luz, a través de los fotones, de la luz del sol que nos ilumina cada día?
Estas partículas de vitalidad que recibimos con la respiración se llaman Tleyotl, chispas, y son recibidas por el Tonal, que es una de las cinco formas en que se manifiesta nuestra conciencia. Ésta se encarga de llevarla a lo largo del cuerpo. Como resultado del conocimiento empírico de los toltecas a lo largo de miles de años de evolución, descubrieron que había en nuestro interior dos corrientes energéticas que acaban desembocando en la boca. A su vez se dividen en otras siete que llegan hasta la cabeza, llamadas conjuntamente Koapetlatl, exactamente “estera de serpientes”.
El movimiento energético adecuado a través de la “estera de serpientes” es la finalidad fundamental del acto de meditar, o Teomanía, que es muy importante dentro del conjunto de las prácticas del Kinam, que en nahuatl vendría a significar “el poder del equilibrio” o “en estado de armonía”. De hecho, los kinames se decían unos a otros, a manera de saludo: “que no te caigas sobre la tierra”. Afortunadamente, la sabiduría innata del Kinam está viendo la luz a través del espíritu actual de puertas abiertas de la toltequidad (como puede comprobarse en kinam.org, web difusora de estos conocimientos en México).
El lenguaje tolteca responde al espíritu, y también a la matemática sagrada, a una metalógica que va más allá de lo comprensible por un cerebro condicionado por una sociedad engañosa. Por eso cuestionaban absolutamente todo, y gracias a un complejo aprendizaje se preguntaban a sí mismos, con la fuerza que les daba la sintonía con las energías de la naturaleza y del Cosmos, con el conjunto de la Totalidad, de la que eran parte inseparable.
Buscar el gozo supremo, con la cabeza baja, en una postura atenta, con las rodillas flexionadas y dejando fluir el espíritu hasta unirse con “Nuestro Señor”, era la técnica para alcanzar el silencio interior, la ausencia del ruido de la vida, consiguiendo el Amomati, el silencio mental del vacío absoluto, de la nada que nos conduce al Todo, a la manifestación plena de Quetzalcoatl, la fusión de nuestra parte humana y divina.
El arte de sanar el cuerpo, de conservarlo en perfectas condiciones, tenía lugar a través de posturas “estables”: Semka, que se dividen en cinco grupos. La postura del famoso Chacmol de Chichén Itzá representa una postura en la que el meditante está “tendido”, Onok. También se podía estar en la posición de Tlalia, “sentado”, que podríamos asociar con la postura del loto, conocida por los toltecas como Shomalina. Cuando el peso del cuerpo se descarga sobre los pies, o bien combinando pies y rodillas, nos encontramos con Mopacho, “agachado”. Una cuarta posición, Ikak, “de pie”, nos ofrece la oportunidad de dejar caer el peso sobre las plantas de los pies o sólo sobre las puntas. Finalmente está la posición de Kuepa, “invertido”, en la que se tiene que apoyar el cuerpo sobre las manos, aunque también puede ser combinando codos y pecho, cabeza y puños, y manos y codos.
De las posturas sedentes el movimiento nos lleva a las dinámicas, a través de las posturas móviles, Molini, las que tienen desplazamiento, Kuani, y las que se producen en marcha, bien caminando, corriendo o dando saltos, Nenemi. Este grupo también se denomina Shoshotlamati, “ciencia de los pasos”.
Los preceptos morales, la canalización de la energía, los hábitos de conducta, se unen en perfecta armonía con infinidad de métodos para alcanzar un nivel espiritual elevado. Uno de ellos es el conjunto de signos realizados con las manos, los mudras, como se conocen en Oriente, que en el Kinam reciben el nombre de Machiomana, “lenguaje manual”. Los gestos manuales que combinan distintas posiciones de las manos y de los brazos se unen a diversas posiciones, muy complejas, uniendo los dedos, Mapiltsalan, “dedos cruzados”. Todas estas posiciones revelan un lenguaje iniciático, pero al mismo tiempo activan la energía que recorre nuestro cuerpo, el movimiento de la serpiente Kundalini, fuente de energía del universo y esencia vital en nuestro organismo.
La danza, Mitotl o Netotilli, o el arte marcial, Yayaotl, son algunos de los infinitos elementos que componen la práctica tolteca, que nos lleva a la Unidad. “Dios es uno, Quetzalcoatl es su nombre. Nada pide. Sólo serpientes, mariposas, eso le ofreceréis”, aparece en el Códice Florentino, revelándonos la esencia de Dios y lo que nos reclama, pues la serpiente simboliza el cuerpo y la mariposa el alma. En esta entrega en cuerpo y alma, el tolteca desarrolló una serie de principios sublimes, equiparables a los más notables tratados de ética y teología o cosmogonías y religiones del planeta.
La voz de la sabiduría, de las enseñanzas transmitidas por Ce Acatl Topiltzin Nacxitl Quetzalcoatl, último avatar de Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, encarnado en la Tierra, nos llega con el eco de los tiempos pasados, como instrucción precisa para encontrar la paz y la armonía en los tiempos que vivimos: “Evita los extremos, mantente en el medio, porque sólo en el medio existe la condición social, la condición honorable”. El eco de estas palabras nos traslada al mensaje del Tao, reflejado en el “Tao Te King”, a través de la palabra invalorable del sabio Lao-Tsé. “Amaos los unos a los otros, ayudaos entre vosotros en la necesidad, con la manta, la joya, el salario y el alimento. Pues no es verdad, no es cierto si despreciáis a quienes os rodean”. ¿No parece como si nos alcanzara el rumor de las palabras de Jesús el Cristo? Sin embargo son palabras del credo tolteca.
La clave secreta está en que sin duda las palabras de Quetzalcoatl proceden de esa fuente ancestral de conocimiento que se oculta más allá del tiempo y del espacio, y que de vez en cuando, en el lugar y en el momento adecuados, llega a los hombres como chispas de luz que nos alimentan y nos ayudan a remontar el curso de la vida con nuevos afanes y voluntades. “El maestro es luz, tea, espejo. Suyas son la tinta negra y la roja, suyos los códices. Él mismo es escritura y sabiduría, camino y guía veraz; conduce a las personas y a las cosas, y es una autoridad en los asuntos humanos”. Esa maestría es el resultado del espíritu tolteca, de los que buscan la libertad y se atreven a desplegar las alas y volar, como lo que son, como auténticas serpientes emplumadas…
Por José Antonio Iniesta. Tomado de Revista Año Cero, Septiembre 2004