El islote donde fundaron México-Tenochtitlan no era un paraíso mítico. Mucho menos parecía un lugar elegido por los dioses. Era un pedazo de tierra inhóspita, de escasa vegetación donde predominaban los cañaverales, apenas elevado sobre el nivel de las aguas, vulnerable a las inundaciones y rodeado de lagos, el mayor de los cuales, Texcoco, era salobre y el otro, Xochimilco era de agua dulce más no potable, tenía un desagradable sabor a causa de los juncos y otras hierbas acuáticas que crecían en las orillas.
Y sin embargo, para el pueblo de Huizilopochtli aquel era el sitio indicado. Más allá de las consideraciones de orden divino, reflexiones político-militares debieron imperar en la determinación de establecer ahí la nueva ciudad. Era un sitio eminentemente estratégico y su mayor ventaja la proporcionaban las aguas que lo rodeaban. Siendo un pueblo guerrero por naturaleza y asistido por una larga tradición histórica en el uso y usufructo del agua -que se remontaba a la mítica Aztlán-, los aztecas iniciaron la construcción de su asentamiento combinando la tierra, el agua y la guerra.
Con todo y su pobreza natural, la isla era un territorio perteneciente al señorío de Azcapotzalco –el más poderoso de la región hacia 1325. Para permanecer en ella, el pueblo de Huizilopochtli aceptó convertirse en tributario y aliado de los tecpanecas. Transcurrirían otros cien años antes de que los aztecas modificaran las condiciones políticas de la región y se erigieran como la nación más poderosa. Fue bajo el reinado de Itzcóatl (1426-1440) -cuarto monarca mexica-, cuando derrotaron al señor de Azcapotzalco y alcanzaron su independencia. La victoria no dejó lugar a dudas: estaba próximo el esplendor de México-Tenochtitlan.
El pueblo del sol utilizó todos los elementos que el entorno proporcionaba de manera natural. El agua fue su gran aliada; con ella pudieron erigir una ciudad imperial donde nada existía. Para la nación azteca islas y lagos se repetían como elementos que marcaban el principio y fin de su historia. El islote de la región del Anáhuac era el último en la legendaria peregrinación: de la isla de Aztlán partieron; cerca de Teotihuacan crearon un lago artificial de donde emergía Coatepec y al inundarse continuaron su camino, siempre buscando un lago, siempre buscando una isla hasta que les fuera revelada la señal divina. Sabían cómo edificar en medio del agua.
El islote carecía de los recursos materiales necesarios para las grandes y sólidas construcciones. Sólo podían obtenerse de las poblaciones ribereñas asentadas alrededor de los lagos. Los aztecas dispusieron de las aguas para conseguir peces, renacuajos, ranas, camaroncillos, moscos acuáticos, culebras del agua, gusanillos laguneros, patos y los ofrecieron por madera, piedra, cal y algunos alimentos producidos en tierra firme. Ya sin el dominio tecpaneca, rápidamente se convirtieron en amos y señores del comercio lacustre.
La ciudad que comenzaba a edificarse fue ganando espacio al lago. A través del sistema de chinampas -tierra artificial flotante- la extensión territorial de la isla aumentó considerablemente. Los aztecas pudieron producir lo que en un principio el inhóspito lugar negó: legumbres, tomate, jitomate, maíz, frijol, chía, además de flores y plantas que adornaban los jardines de las casas y palacios señoriales que tanto admirarían los españoles.
“Los mexicas metidos en una isla debieron convertirse en nautas” escribió acertadamente Manuel Orozco y Berra. Se dice que poco antes de iniciar la conquista, en el sistema de canales y en toda la extensión del lago podían contarse hasta doscientas mil canoas. Dominada la navegación y el comercio lacustre y con la capacidad para acrecentar el área de la isla, los aztecas otorgaron a la ciudad una doble fisonomía que conjuntaba tierra y agua. Considerando elementos estratégicos, políticos, económicos e incluso naturales –viento, profundidad del agua, orientación de los lagos-, los mexicas proyectaron una red integral de canales y calzadas que hicieron de la capital azteca una ciudad funcional, perfectamente comunicada al interior y al exterior, bien abastecida y militarmente segura. Los españoles reconocerían tiempo después la excelente planeación urbana de México- Tenochtitlan.
“Las calles de México –escribió fray Juan de Torquemada- eran en dos maneras, una era toda de agua, de tal manera, que por ésta no se podía pasar de una parte a otra, sino en barquillas o canoas, y a esta calle o acequia, correspondían las espaldas de las casas. Estas calles de agua, eran para sólo el servicio de las canoas. Otra calle había toda de tierra; pero no ancha antes muy angosta, y tanto que apenas podían ir dos personas juntas son finalmente unos callejones muy estrechos. A estas calles o callejones, salían las puertas principales de todas las casas. Por las calles de agua, entraban y salían infinitas canoas con las cosas de bastimento, y servicio de la ciudad… no había vecino que no tuviese su canoa para este ministerio”.
Por Alejandro Rosas