Al apagarse las luces se escuchó la voz de Bruce: “buenas noches, México, buenas noches México”, y comenzó con Badlands.
Los coros se unieron en uno y el ritmo fue imparable todo el concierto. Se trataba del rock que en 1980 impactó a John Lennon, quien se sintió inhibido ante la fuerza de una música que todo lo llenaba. Hungry heart, la rola con la que abre su disco doble The River, con su portada azul y el rostro de Springsteen desalineado, fue un continuo, una sorpresa.
A mitad de la canción, el músico que apenas hace unos días tocó para Barack Obama bajaba entre la gente con su guitarra a cuestas. Los mexicanos se acercaron a él y lo cargaron en vilo. Regresó al escenario para gritar: “¡México, esta es nuestra primera vez aquí, y estamos contentos!” La Street Band, fiel compañera de Bruce desde los años 70’s, cuando la suerte no le sonreía y la canción triunfadora no llegaba, y casi le dan su carta de retiro de la disquera, se escucha con todo su poder en el Palacio de los Deportes.
Atrás quedaron los tiempos de correr, de huir, y desde los 80 vive en el tiempo de huir, de la desgracia, de la tristeza. Born to run, uno de sus primeros éxitos, pero que no le alcanzaba para llenar estadios, sino apenas unos cuantos cafés.
Dedicó el concierto al público mexicano para que sirviera de invocación a los espíritus de los padres y de los abuelos.
En el fondo, el sax de Clements se escucha melancólico. Melancolía sobre melancolía, armonías de piano, acordeón, saxofón y batería provocaron un silencio que se unió a la oscuridad, y los destellos fueron un diamante, la piedra lunar de Wilkie Collins, el maestro de la novela policiaca. En la penumbra, las pistas persiguen a los espíritus y hallan un largo “sssssssssh” con que El Jefe convierte al Palacio de los Deportes en un espacio catedralicio. “¡Tu sí eres el jefe, que me perdone Bob Dylan!”, gritó un parroquiano, que exigió silencio a un vendedor de cerveza, el cual respondió: “estas son las cervezas silenciosas”.
El Jefe tomo el micrófono y en español dijo: “viajamos miles de millas para estar aquí en México, y venimos recorriendo lugares con otros espíritus. Aquí cerraremos la gira”.
Empresarios afirmaron hace algunos años, y recientemente, que traer a Bruce al país no era costeable, que era muy caro. Eso quedó atrás y la espera término.
El concierto sigue con ecos de su disco Alabama, donde el estilo que lo definió como el Dylan de Nueva York se escuchó como en su video, donde regresa a su casa paterna. Son los recuerdos que carga en el alma, que se impregnan en las paredes, en los techos, en los pisos, donde alguna vez se jugó y sus padres le enseñaron las primeras letras y un poco de moral.
Se acomoda su chaleco negro y su guitarra para levantar papelitos con mensajes que algunas personas han aventado al escenario. El Jefe hace un guiño raro cuando a sus pies cae un bóxer. El sonido de la armónica deja entrever los acordes The River, una de las canciones más profundas, porque los recuerdos se agitan en aguas de amor, de juventudes idas. Vuelve a pisar los años 80, la era Reagan, con Darlinton Country, y su poderoso disco Born in USA, que muestra un viejo grafiti que dice Bruce. Es la expresión callejera, las fábricas, el capitalismo en toda su brutalidad, el dinero que no es otra cosa que trabajo acumulado, Las Vegas, ciudad del pecado, la ruleta rusa, el transporte de carga para alimentar esa gran panza que es EU.
En español grita: “¡más fuerte, más fuerte, más fuerte!” Bruce y el público se comunican en ecos. El Palacio de los Deportes se convierte en el palacio de los ecos.
Van dos horas de concierto y Bruce se ha inclinado para dar un beso a una admiradora, ha subido a otra al escenario y se ha carcajeado con ella. Experimenta con coros tipo gospel. Miles levantan los brazos en una comunión de ritmo, y Bruce es en ese momento un pastor que hace del rock y sus fusiones una ecúmene.
La Jornada