Se habla mucho en estos tiempos del engaño al que los poderosos de la economía y la política vienen “engañando” vilmente a los de abajo de todas las formas que no es necesario explicar aquí. Hemos ubicado a los viles entre políticos de toda la gama ideológica (“todos son iguales, cuando están en el poder…” etc.) del mismo modo que a las autoridades que mueven el dominó monetario, y nos hemos ubicado a nosotros mismos (los de abajo) como simples marionetas en sus manos. Por todas partes percibo que nos estamos definiendo, llamémoslo por su nombre, como víctimas de un vil lobo feroz. Y el victimismo es nefasto porque, en su fondo, es una de las maneras más a mano para exculparse.
Si todo esto ha de cambiar, debemos hacerlo de raíz. Me refiero a que si no cambiamos también nuestra más íntima actitud para con nosotros mismos, ningún cambio será efectivo y duradero.
El cambio global a que aspiramos, uno en el cual terminen las injusticias y devastadores desbalances que nos afectan y mucho, pasa –por desgracia- por un profundo análisis y revisión de conciencia del porqué nos han engañado. Sabemos cuán fácil es para padres y educadores engañar a un niño de corta edad, aún sin juicio propio suficiente y una obvia falta de información que le deja vulnerable. Sin embargo, somos adultos conscientes, responsables (se supone), y con criterio propio. ¿Por qué, entonces, ha resultado tan fácil a los viles engañarnos?
Una respuesta (y es lo que deberíamos revisar) pasa necesariamente por los pecados capitales: la pereza y la codicia. Ellos conocían nuestras debilidades y nuestros deseos al igual que los profesionales publicitarios saben de qué color es mejor un envase: y lo que hemos venido deseando era ser ricos. La banca –es cierto- nos engañó en cierto modo prometiendo a la ciudadanía media las ventajas de los ricos. Cierto economista dijo hace años en una tertulia televisiva: “la diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos compran las cosas al contado, y los pobres se endeudan a plazos para tener esas mismas cosas”. Y es cierto, la sociedad cayó estrepitosamente en esa trampa. En cuanto a la pereza, es el pecado capital causante de la fórmula sofá+tv con que los medios de comunicación nos han estado bombardeando sibilinamente durante décadas. Ellos se infiltraban en nuestro hogar logrando que, en vez de reunirse en tertulias familiares como antaño, millones de familias se apoltronaran ante el televisor noche tras noche, hipnotizadas ante ese bombardeo (niños incluidos). Como dice el economista J. Antonio Melé, nadie nos preguntábamos qué hacían los bancos con nuestro dinero, ¿por qué? Porque era mejor no saberlo, sencillamente.
Por suerte estamos despertando de esa hipnosis, tras constatar en carne viva que el dinero, efectivamente, no hacía la felicidad. Y ésta, el espíritu del cambio, es la gran noticia de nuestros días, pero con quejarse no habrá suficiente. Dice en la Biblia “si tu brazo se pudre, arráncatelo”. Hemos de atacar el problema en su origen y admitir, en un acto catártico de profunda humildad, que, muy en el fondo, si nos hemos dejado engañar hasta ahora es porque, mal que bien, en cierto modo ya nos convenía. No basta con reivindicar nuestros derechos. En vez de lanzar lejos la culpa, se hace absolutamente imprescindible reconocer también nuestra parte de ella, sin complejos ni absurdos orgullos, para que podamos renacer de las cenizas en un estado de conciencia totalmente saludable. Entonces sí, entonces todo cambiará para bien.
Ana di Zacco es autora del blog “Trozos de nada”: El 94% del universo no es materia. El 94% de la comunicación es lenguaje no-verbal. ¿Y nostros? ¿Qué seremos nosotros?…