El sermón del monte según la Vedanta

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INTRODUCCION

 

 

Este libro está basado en disertaciones que yo he pronunciado sobre el Sermón del Monte. Las disertaciones han sido revisadas y ampliadas para abarcar enseñanzas no comentadas anteriormente. El Sermón del Monte representa para mí la esencia del evangelio de Cristo: y está impreso aquí íntegramente, como está documentado, para que las palabras de Cristo puedan leerse en secuencia y para que la unidad de su mensaje pueda verse claramente.

No soy cristiano, no soy teólogo, no he leído las interpretaciones de la Biblia de los grandes eruditos. He estudiado el Nuevo Testamento como he estudiado las escrituras de mi propia religión, la Vedanta. La Vedanta, que evolucionó de los Vedas, la más antigua de las escrituras hindúes, enseña que todas las religiones son verdaderas en la medida en que conduzcan a una misma meta: la realización de Dios. Por tanto, mi religión acepta y reverencia a todos los grandes profetas, maestros espirituales y aspectos de la Deidad adorados en diferentes fés (=credos religiosos), considerándolas manifestaciones de la única verdad subyacente.

Como monje joven, moré en estrecha asociación con la mayoría de los discípulos monásticos de Sri Ramakrishna, el fundador de la orden a la que pertenezco. Estos hombres santos vivían en la consciencia de Dios y nos enseñaban los métodos por los cuales uno puede alcanzar el estado último y bendito de la unión mística -el samadhi, como se lo llama en la Vedanta. De lo que he visto en estos santos, y de cuanta comprensión he ganado sentado a sus pies, he tratado de enfocar las enseñanzas de Sr¡ Ramakrishna y sus discípulos para ayudar a explicar las verdades del Sermón del Monte.

Uno de estos discípulos de Sr¡ Ramakrishna fue mi maestro, el Swami Brahmananda. Aunque él no era un estudioso de la Biblia, por su propia experiencia espiritual enseñaba en gran medida, del mismo modo que Cristo lo hiciera, y con frecuencia usaba casi las mismas palabras. Mi maestro había visto a Cristo en visión espiritual, y todos los años celebraba la Navidad ofreciendo un culto especial a Cristo, costumbre que se ha observado en todos los monasterios de la Orden de Ramakrishna hasta el día de hoy. En estas ocasiones, ofréndanse frutas, pan y pastel, según nuestra usanza hindú. A menudo hay una disertación sobre Cristo; o se lee el relato de la Natividad o el Sermón del Monte.

Una de estas celebraciones navideñas, la primera a la cual asistí. tuvo gran relación con lo que Cristo significa para mí. Tuvo lugar en 1914, en el Math de Belur, cerca de Calcuta, donde está situada la sede central de nuestra orden. Yo había viajado al monasterio precisamente pocos días antes. En la Víspera de Navidad, nos congregamos ante un altar en el que se había ubicado un cuadro de la Virgen y el Niño. Uno de los monjes mayores celebró el culto con ofrendas de flores, incienso y comida. Muchos discípulos de Sri Ramakrishna asistían al servicio, entre ellos mi maestro, que era el presidente de nuestra orden.

Mientras estábamos sentados en silencio, mi maestro dijo: “Meditad en Cristo por dentro, y sentid su presencia viva”. Una intensa atmósfera espiritual penetró la sala de culto. Nuestras mentes se elevaron, y nos sentimos transportados dentro de otra consciencia. Por primera vez comprendí que Cristo era tan nuestro como Krishna, Buddha y otros grandes maestros iluminados a quienes reverenciábamos. Como hindú, desde la niñez me habían enseñado a respetar todos los ideales religiosos, a reconocer la misma inspiración divina en todas las diferentes fés. Así, yo jamás podría haber considerado extraño a Cristo como expresión manifiesta de la divinidad. Pero para una experiencia viva y personal de él yo necesitaba la elevación tangible de la consciencia resultante del culto en esa memorable Víspera de Navidad.

Durante muchos años ha existido una íntima conexión espiritual entre Cristo y mi orden monástica, que empieza con su fundador, Sri Ramakrishna, a quien se acordara culto divino durante su vida y que, desde su deceso, en 1886, ha recibido creciente reconocimiento en la India como una encarnación de Dios. De los muchos santos y maestros iluminados en la historia de la Vedanta, Sr¡ Ramakrishna expresó en su vida, en un grado mayor que cualquier otro maestro, la idea de la universalidad y la armonía religiosas. No sólo experimentó las disciplinas de sectas divergentes dentro del hinduismo sino también las del mahometanismo y del cristianismo. A través de cada sendero religioso él logró la realización suprema de Dios, y así pudo proclamar con la autoridad de la experiencia directa: “Tantas religiones, tantos senderos para llegar a una misma meta”.

Fue hacia 1874 que Sr¡ Ramakrishna se interesó activamente por el cristianismo. Un devoto que acostumbraba visitar al Maestro en el jardín del templo de Dakahineswar, cerca de Calcuta, le explicaría la Biblia en bengalí. Un día, mientras Sr¡ Ramakrishna estaba sentado en la sala de recibo de la casa de otro devoto, vio un cuadro de la Virgen y el Niño. Absorto en la contemplación de este cuadro, vio que de pronto cobraba vida y refulgencia. Un amor extático por Cristo llenó el corazón de Sr¡ Ramakrishna, y llegó hasta él la visión de una Iglesia cristiana en la que los devotos quemaban incienso y encendían cirios ante Jesús.

Durante tres días, Sri Ramakrishna vivió bajo el hechizo de esta experiencia. Al cuarto día, mientras caminaba por un soto de Dakshineswar, vio a una persona de sereno continente que se acercaba con su mirada fija en él. Desde los meandros más recónditos del corazón de Sri Ramakrishna le llegó la realización: “Este es Jesús, quien derramó la sangre de su corazón para la redención del género humano. Este no es otro que Cristo, la encarnación del amor”. Entonces, el Hijo del Hombre abrazó a Sri Ramakrishna y entró en él, y Sri Ramakrishna entró en samadhi, el estado de consciencia trascendental. Así, Sr¡ Ramakrishna se convenció de la divinidad de Cristo.

Poco después de la muerte de Sr¡ Ramakrishna, nueve de sus jóvenes discípulos se congregaron, en una noche de invierno, ante un fuego sagrado para tomar sus votos de renunciamiento formal: de allí en adelante iban a servir a Dios como monjes. Su jefe, el futuro Swami Vivekananda, narró a sus hermanos el relato de la vida de Jesús, pidiéndoles que ellos mismos se convirtiesen en Cristo, que se comprometiesen a ayudarle en la redención del mundo, y que se negasen a sí mismos como Jesús lo había hecho. Después, los monjes descubrieron que esta noche había sido la Nochebuena cristiana -una ocasión muy propicia para sus votos.

Así, desde los primeros días de nuestra orden, Cristo ha sido honrado y reverenciado por nuestros swamis como uno de los más grandes maestros iluminados. Muchos de nuestros monjes citan las palabras de Cristo para explicar e ilustrar las verdades espirituales, percibiendo una unidad esencial entre su mensaje y el mensaje de nuestros videntes y sabios hindúes. Como Krishna y Buda, Cristo no predicó un mero evangelio ético o social, sino un evangelio incomprometidamente espiritual. Declaró que Dios podía ser visto, que la perfección divina podía ser lograda. A fin de que los hombres pudieran alcanzar esta meta suprema de la existencia, enseñó el renunciamiento a la mundanalidad, la contemplación de Dios, y la purificación del corazón a través del amor a Dios. Estas verdades simples y profundas, expresadas repetidamente en el Sermón del Monte, constituyen su tema subyacente, como procuraré demostrarlo en las páginas siguientes.

LAS BIENAVENTURANZAS

Antes que llegara para Jesús el tiempo de pronunciar su Sermón del Monte, viajó por toda Gelilea predicando: “Y se difundió su fama por toda Siria”, como dijo San Mateo. Difundiéronse las nuevas de un maestro extraordinario, y las multitudes se congregaban para verle -como lo hicieron durante miles de años en Oriente y aún lo hacen cuando se acerca un hombre-Dios-. Viajaban “de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán”. Y Jesús enseñaba a las multitudes según la capacidad de éstas; pero su Sermón, que contiene sus enseñanzas supremas, lo reservó para sus discípulos, para los únicos que estaban espiritualmente dispuestos. Les llevó hasta una ladera donde no fueran interrumpido por los que querían menos que su verdad suprema.

Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo…

Todo maestro espiritual, ora sea una encarnación divina o un alma iluminada, tiene dos conjuntos de enseñanzas: uno para la multitud, el otro para sus discípulos. El elefante tiene dos juegos de dientes: los colmillos con los que se defiende de las dificultades externas y los dientes con los que come. El maestro espiritual prepara el camino para su mensaje con lecciones amplias: con sus colmillos, por así decirlo, la verdad interna de la religión sólo la revela a sus discípulos íntimos. Pues la religión es algo que puede transmitirse realmente. Un maestro verdaderamente iluminado puede transmitirnos el poder que desarrolla la consciencia divina latente dentro de nosotros. Pero el campo debe ser fértil y el suelo dispuesto antes que pueda sembrarse la semilla.

Cuando las multitudes llegaban los domingos para visitar a Sr¡ Ramakrishna, el místico más vastamente reverenciado de la India moderna, les hablaba de un modo general que las beneficiaba. Pero cuando en torno de él se congregaban sus discípulos íntimos, como me lo contó uno de ellos, se aseguraba de que no acertasen a oírle otros mientras les daba las sagradas verdades de la religión. No es que las verdades mismas sean secretas: están documentadas y cualquiera puede leerlas. Pero lo que él daba a estos discípulos era más que enseñanzas verbales. Con disposición divina, elevaba la consciencia de aquellos.

Cristo enseñó del mismo modo. No pronunció el Sermón del Monte a las multitudes, sino a sus discípulos, cuyos corazones estaban preparados para recibirlo. Las multitudes no pueden aún entender la verdad de Dios. No la quieren realmente. Mi maestro, el Swami Brahmananda, acostumbraba decir: “¿Cuántos están listos? Sí, muchas personas vienen a nosotros. Tenemos el tesoro para darles. ¡Pero ellas sólo quieren papas, cebollas y berenjenas¡”

Cualquiera de nosotros que sinceramente quiera el tesoro, que busque la verdad, podrá beneficiarse con el mensaje dado en el Sermón del Monte y podrá convertirse en un discípulo. Cristo, como lo veremos en nuestro estudio de su Sermón, habla de las condiciones del discipulado que debernos cumplir, para las cuales debemos prepararnos. El enseña los modos y los medios para alcanzar la purificación de nuestros corazones, de modo que la verdad de Dios se revele plenamente dentro de nosotros.

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Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielo.

En esta bienaventuranza, Cristo habla de la característica principal que el discípulo deberá tener antes de estar preparado para aceptar lo que el maestro iluminado ha de ofrecerle. Deberá ser pobre en espíritu; en otras palabras, deberá ser humilde. Si un hombre tiene orgullo por erudición, riqueza, belleza o linaje, o tiene ideas preconcebidas acerca de lo que es la vida espiritual o acerca de cómo ha de enseñársele, su mente no es receptiva para las enseñanzas superiores. En el Bhagavad-Gita, el evangelio de los hindúes, leemos: “Aquellas almas iluminadas que han realizado la Verdad te instruirán en el conocimiento de Brahman –el conocimiento trascendente de Dios– si te postras ante ellas, las interrogas y las sirves como discípulo.”

Según un cuento indio, un hombre acudió a un maestro y le pidió que le convirtiera en discípulo. El maestro, con su discriminación espiritual, comprendió que el hombre no estaba preparado para que se le enseñara. De modo que le preguntó: ¿Sabes qué has de hacer a fin de ser un discípulo?… El hombre no lo sabía, y le pidió al maestro que se lo dijese. –Bien, dijo el maestro, tienes que buscar agua, juntar leña, cocinar y pasar muchas horas de trabajo pesado. También tienes que estudiar. ¿Quieres hacer todo eso?… El hombre le dijo: Ahora sé lo que tiene que hacer el discípulo. Por favor, dime, ¿qué hace el maestro?… –Oh, el maestro está sentado y da instrucciones espirituales en su modo sosegado. –¡Ah. comprendo -dijo el hombre-. En ese caso, no quiero ser un discípulo. ¿Por qué no me conviertes en un maestro?…

Todos queremos ser maestros. Pero antes de que lleguemos a ser maestros, debemos aprender a ser discípulos. Debemos aprender a ser humildes.

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Bienaventurados los que lloren, porque ellos recibirán consolación.

Mientras pensemos que somos ricos en bienes mundanos o en conocimiento, no podremos hacer un progreso espiritual. Cuando sintamos que somos pobres en espíritu, cuando nos aflijamos porque no hemos realizado la verdad de Dios, sólo entonces seremos consolados. Sin duda, todos lloramos, ¿pero, por qué? Por la pérdida de los placeres y las posesiones mundanos. Pero no es ése el género de lloro del que Cristo habla. El lloro al que Cristo llama “bendito” es muy raro, porque surge de un sentido de pérdida espiritual, de soledad espiritual. Es un llanto que viene necesariamente antes de que Dios nos consuele. La mayoría de nosotros estamos muy satisfechos con la vida superficial que llevamos. En el fondo de nuestras mentes quizá sepamos que nos falta algo, pero aún nos apegamos a la esperanza de que esta carencia podrán llenarla los objetos sensorios de este mundo.

Sr¡ Ramakrishna solía decir: “La gente llora ríos de lágrimas porque no le nace un hijo o porque no puede volverse rica. ¿Pero quién derrama siquiera una lágrima porque no ha visto a Dios?”

Este falso sentido de los valores es el resultado de nuestra ignorancia. Respecto a la naturaleza de esta ignorancia, el filósofo indio Shankara dijo que el sujeto, el conocedor (Yo o Espíritu), es tan opuesto al objeto, lo conocido (no-Yo o materia), como la luz es opuesta a la oscuridad. Empero, a través de la influencia de maya, del poder inexplicable de la ignorancia, el sujeto y el objeto se han mezclado, de modo que el hombre identifica habitualmente al Yo con el no-Yo.

Es muy fácil entender intelectualmente que el Yo verdadero es diferente del cuerpo, tal como somos diferentes de las ropas que usamos. Empero, cuando el cuerpo se enferma, decimos: “Estoy enfermo”.

Intelectualmente, podemos entender que el Yo verdadero es diferente de la mente. Empero, cuando surge una ola de felicidad o de sufrimiento, decimos: “Estoy feliz” o “Soy desdichado”. Asimismo, nos identificamos con nuestros parientes y amigos: algo que les sucede a ellos parece que nos sucediera a nosotros. Nos identificamos con nuestras posesiones. Si perdemos nuestra riqueza, sentimos como si nos hubiéramos perdido a nosotros mismos. Esta ignorancia es común a todo el género humano. Sólo puede eliminarla el conocimiento directo de Dios. Cuando empezamos a sentir una carencia espiritual dentro de nosotros, cuando empezamos a llorar como Cristo deseaba que lloráramos, cuando derramamos siquiera una lágrima por Dios, entonces preparamos el camino para el consuelo de ese conocimiento divino.

El género de llanto que Cristo llamó bendito está expresado en la Imitación de Cristo: “Oh, Señor, ¿cuándo me uniré contigo y me fundiré en tu amor, de modo que me olvide totalmente? Está tú en mí, y yo en ti y concede que moremos así, siempre juntos en uno solo.”

Deberemos llegar a esta etapa en la que sintamos que nada podrá darnos paz, excepto la visión de Dios. Entonces, Dios atrae hacia él a la mente del hombre como un imán atrae a una aguja, y llega el consuelo.

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Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.

La ignorancia y el engaño son características de la mente irregenerada. A esta ignorancia la confirma y sostiene nuestro sentido del ego: nuestra idea de que estamos separados uno del otro y de Dios. Deberá vencerse el “egotismo” si ha de liberarse a la mente del engaño. Por tanto: bienaventurados sean los mansos. Pero, ¿por qué Cristo dice que heredarán la tierra?

A primera vista, esto parece difícil de entender. Entre los aforismos yóguicos de Patanjali (yoga significa unión con Dios; también, el sendero hacia esa unión) hay uno que corresponde a esta bienaventuranza: “El hombre que se confirma en no robar se convierte en el amo de toda la riqueza”. ¿Qué quiere decir “no robar”?… Significa que debemos renunciar al engaño egotístico de que podemos poseer cosas, de que todo puede pertenecernos exclusivamente como individuos. Podemos pensar: “Pero somos buena gente. ¡No robamos nada! Cuanto tenemos, lo hemos trabajado y ganado. Nos pertenece por derecho”. Pero la verdad es que nada nos pertenece. Todo pertenece a Dios. Cuando consideramos algo de este universo como nuestro, nos estamos apropiando de una posesión de Dios.

¿Qué es entonces la mansedumbre? Es vivir en la autosumisión a Dios, libres del sentido de “mí” y “mío”. Esto no significa que debamos renunciar a riquezas, familia y amigos; sino que debemos renunciar a la idea de que nos pertenecen. Pertenecen a Dios. Hemos de pensar en nosotros como siervos de Dios, a cuyo cuidado él ha confiado sus criaturas y posesiones. Tan pronto entendamos esta verdad y renunciemos a nuestros engañados reclamos individuales hallaremos que, en el sentido más verdadero, todo nos pertenece después de todo.

Los conquistadores, que procuran convertirse en amos del mundo por la fuerza de las armas, jamás heredan nada, salvo preocupaciones, trastornos y dolores de cabeza. Los avaros que acumulan enormes riquezas están sólo encadenados a su oro, nunca lo poseen realmente. Pero el hombre que renunció a su sentido de apego experimenta las ventajas que las posesiones deparan, sin la miseria que trae la posesividad.

A muchas personas les desagrada esta frase de Cristo porque piensan que los mansos jamás podrán lograr nada. Piensan que en la vida no ha de tenerse felicidad a no ser que uno sea agresivo. Cuando se les dice que renuncien al ego, que sean mansas, tienen miedo de que lo perderán todo. Pero están equivocadas. Según las palabras del Swami Brahmananda: “Las personas que viven en los sentidos piensan que están gozando la vida. ¿Qué saben acerca del goce? Sólo quienes están llenos de bienaventuranza divina gozan realmente la vida.”

Pero los argumentos no probarán esta verdad. Tenéis que experimentarla; sólo entonces os convenceréis.

Si un aspirante espiritual sigue sinceramente la enseñanza de Cristo sobre la mansedumbre, la encontrará muy práctica. Encontrará que la ira y el resentimiento pueden ser conquistados por la gentileza y el amor. El místico chino Lao Tze expresó esta verdad diciendo: “De las cosas suaves y débiles del mundo, ninguna es más débil que el agua. Pero nada podrá igualarla en vencer lo que es firme y fuerte. Lo que es suave conquista a lo duro. La rigidez y la dureza son compañeras de la muerte. La suavidad y la ternura son compañeras de la vida.

Renunciando sinceramente al ego ante Dios, siendo mansos, lo ganaremos todo. Heredaremos la tierra.

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Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

¿Cuál es la justicia por la que Cristo nos quiere hambrientos y sedientos? Es la justicia que, en una cantidad de pasajes del Antiguo Testamento, es prácticamente sinónimo de salvación: en otras palabras, de liberación del mal y de unión con Dios. Esta justicia no es, por tanto, lo que corrientemente juzgamos como virtudes morales o buenas cualidades, no es el bien relativo como opuesto al mal, o la virtud relativa como opuesta al vicio, sino la justicia absoluta, el bien absoluto. El hambre y la sed de justicia de los que hable Cristo es un hambre y una sed de Dios mismo.

Ya se ha señalado que la mayoría de nosotros no quiere realmente a Dios. Si nos analizamos. hallaremos que nuestro interés por Dios no es casi tan fuerte como nuestro interés por todos los géneros de objetos mundanos. Pero hasta un leve deseo de conocer la realidad divina es un comienzo que podrá llevarnos más alto. Debemos empezar con el autoesfuerzo. Debemos luchar para desarrollar el amor al Señor mediante la práctica de recogimiento de él, mediante la oración, la adoración y la meditación. Cuando practiquemos estas disciplinas espirituales. nuestro leve deseo de realizarlo se intensificará hasta que sea un hambre rabioso y una sed ardiente.

A quienes le preguntaban cómo alcanzar a Dios, Sri Ramakrlshna les decía: “Grítale con corazón anheloso, y entonces le verás. Después de la rosada luz del amanecer sale el sol; de modo parecido, el anhelo es seguido por la visión de Dios. El se revelará a ti con la fuerza combinada de estos tres apegos: el apego de un avaro a su riqueza, el de una madre a su hijo recién nacido, y el de una esposa casta a su marido. El anhelo intenso es el modo más seguro de la visión de Dios.”

Debemos aprender a dirigir todos nuestros pensamientos y toda nuestra energía conscientemente hacia Dios. Deberá elevarse en la mente una gigantesca ola del pensamiento, que sumerja todos los deseos y pasiones que nos distraen de la meta espiritual. Cuando la mente, de esa manera. se unidireccionaliza y concentra en Dios, estaremos llenos de justicia.

Hay un relato de un discípulo que preguntó a su maestro: –Señor, ¿cómo puedo realizar a Dios?… –Ven conmigo, le dijo el maestro. Te lo mostraré… Llevó al discípulo a un lago, y ambos se sumergieron en él. De repente, el maestro emergió y presionó la cabeza del discípulo, debajo del agua. Pocos momentos después le liberó y preguntó: –Bien, ¿cómo te sentiste?… –iOh, me moría por un soplo de aire!, jadeó el discípulo… Entonces, el maestro le dijo: –Cuando sientas eso intensamente por Dios, no tendrás que esperar largo tiempo su visión.

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Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Uno de los aforismos yóguicos de Patanjali, el padre de la psicología hindú, corresponde a esta bienaventuranza: “La calma imperturbada de la mente se alcanza cultivando la amigabilidad hacia los felices, la misericordia y la compasión hacia los infelices, el deleite en los virtuosos, y la indiferencia hacia los malvados.”

Ser misericordiosos es una de las condiciones necesarias antes de que podamos recibir la verdad de Dios. La envidia, los celos, el odio: éstas son algunas de las debilidades universales innatas en el hombre. Están ligadas con nuestro sentido del ego que brota de la ignorancia. ¿Cómo hemos de vencerlas? Elevando una ola contraria de pensamiento.

Cuando alguien es feliz, no hemos de sentir celos de él; hemos de tratar de realizar nuestra amistad y unidad y ser felices con él. Cuando alguien es infeliz, no hemos de estar alegres; hemos de sentir compasión y ser misericordiosos. Cuando un hombre es bueno, no seamos envidiosos. Cuando es malo, no le odiemos. Seamos indiferentes con los malvados. Cualquier pensamiento de odio, hasta el denominado “justo odio” hacia el mal, alzará una ola de odio y mal en nuestras mentes, acrecentando nuestra ignorancia y desasosiego. No podremos pensar en el Señor o amarle hasta que se haya calmado esta ola de pensamiento. Si queremos encontrar a Dios, tenemos que volvernos semejantes a Dios en la misericordia.

Mi maestro solía decir: “¿Cuál es la diferencia entre el hombre y Dios? El hombre, si le hieres tan sólo una vez, olvidará todas tus anteriores bondades para con él y recordará la única vez que fallaste. Pero si olvidas a Dios y pecas contra él cientos de veces, él perdonará aún todas tus faltas y recordará las pocas veces que le rezaste sinceramente. El pecado sólo existe en los ojos del hombre; Dios no mira los pecados del hombre.”

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Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

En toda religión hallamos dos principios básicos: el ideal a realizar y el método de realización. Todas las escrituras del mundo han proclamado la verdad de que Dios existe y de que la finalidad de la vida del hombre es conocerle. Todos los grandes maestros espirituales han enseñado que el hombre debe realizar a Dios y renacer en el espíritu. En el Sermón del Monte, el logro de este ideal se expresa como la perfección en Dios: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. Y el método de realización que Cristo enseña es la purificación del corazón que conduce a esa perfección.

¿Cuál es esta pureza que deberemos tener antes que Dios se revele a nosotros?

Todos sabemos de personas a las que describiríamos como puras en un sentido ético, pero que no han visto a Dios. ¿Cuál es la razón? La vida ética, la rígida práctica de las virtudes morales, es necesaria como una preparación para la vida espiritual y, por tanto, es una enseñanza fundamental en toda religión. Pero no nos permite ver a Dios. Es como el cimiento de una casa; no es la superestructura.

¿Cuál es la prueba de la pureza? Procurad pensar en Dios ahora, en este preciso momento. ¿Qué encontráis? El pensamiento de su presencia pasa a través de vuestra mente, quizá como un relámpago. Entonces empiezan muchas distracciones. Estáis pensando en todo lo demás del universo, salvo en Dios. Estas distracciones muestran que la mente es aún impura, y por tanto no está preparada par la visión de Dios. Las impurezas consisten en varias impresiones que la mente ha reunido de un nacimiento al otro. Las impresiones se han creado y almacenado en el subconsciente de la mente como resultado de los pensamientos y acciones de un individuo, y en su totalidad representan el carácter de aquel. Estas impresiones deberán disolverse por completo antes de que la mente pueda considerarse pura. San Pablo refirióse a esta revisión de la mente en su Epístola a los Romanos, cuando dijo: “transformaos mediante la renovación de vuestra mente”.

Según la psicología del Yoga, hay cinco causas radicales de la mente. Primera es la ignorancia, en un sentido universal, de nuestra naturaleza divina. Dios mora en y en torno de nosotros, pero no somos conscientes de esta verdad. En vez de ver a Dios, vemos este universo de muchos nombres y formas que creemos que son reales. Tal como un hombre que ve una soga tirada en el suelo, en la oscuridad, puede creer, en el crepúsculo de su ignorancia, que es una víbora.

En segundo término, está el sentido del ego, proyectado por esta ignorancia, que nos hace pensar en nosotros como separados de Dios y uno del otro. Del sentido del ego desarrollamos el apego y también la aversión; somos atraídos por una cosa, rechazados por otra. El deseo y el odio son obstáculos en el sendero hacia Dios.

La quinta causa de las impresiones mentales impuras es la sed de vivir, que Buddha llama tanha, y a la que se refiere Cristo cuando dice: “Pues quien salve su vida la perderá”. Este apego a la vida, o miedo a la muerte, es natural a todos, buenos y malos por igual. Sólo el alma iluminada no tiene ignorancia, no tiene sentido del ego, apego, aversión ni miedo a la muerte; todas las impresiones han desaparecido.

Aunque Dios fuese a ofrecernos la iluminación espiritual en este preciso momento, rehusaríamos aceptarla. Aunque hubiésemos estado buscando a Dios, momentáneamente retrocederíamos presas del pánico cuando estuviéramos a punto de tener su visión. Instintivamente, nos adherimos a la vida y la consciencia superficiales, temerosos de renunciar a ellas, aunque obrar así signifique introducirse en una consciencia infinita, en comparación de la cual nuestras percepciones normales son, como lo dice el Bhagavad-Gita, “semejantes a una noche cerrada y a un sueño”.

El Swami Vivekananda, el apóstol de Sri Ramakrishna, fue desde su niñez un alma pura, anhelosa de Dios. Empero, él experimentó ese mismo temor. Cuando acudió por primera vez a su futuro maestro, Sri Ramakrishna le tocó y empezó a abrirse su visión espiritual. Entonces, Vivekananda gritó: “¿Qué me estás haciendo? ¡Tengo mis padres en casa!” Y Sri Ramakrishna le dijo: “¡Oh, tú también¡” El vio que hasta esta gran alma estaba sujeta al aferrarse universal a la consciencia superficial.

Hay muchos modos de purificar el corazón. Como veremos, Cristo los enseña a lo largo de todo su Sermón. El principio principal en todos los métodos es la devoción a Dios. Cuanto más pensemos en el Señor y nos refugiamos en él, más le amaremos: y más puros se volverán nuestros corazones.

El principio de centrar nuestra vida en Dios lo afirman igualmente los santos de las tradiciones judías, cristianas e hindúes. “El Señor es mi fortaleza y mi escudo”, dijo el Salmista. En la Imitación de Cristo, leemos: “Tú eres mi esperanza, tú eres mi confianza, tú eres mi consuelo… Cuanto contemplo fuera de ti, lo hallo inseguro e inestable”.

El Swami Brahmananda enseñó a sus discípulos esta misma verdad: “Aferráos al pilar de Dios”. En la India, los niños primero se aferran a un pilar, y luego giran alrededor de él… sin peligro de caerse. Del mismo modo, mientras nos aferramos a Dios, comprendemos que las experiencias del placer y del dolor son impermanentes en su naturaleza misma. Y cuando continuamos aferrándonos al pilar de Dios y nos volvemos devotos a él, pierden su fuerza nuestras pasiones y deseos, que obstruyen la visión de Dios.

Un método para calmar la mente y crecer en pureza es procurar sentir que ya somos puros y divinos. Esto no es un engaño. Dios nos creó a su imagen; por tanto, la pureza y la divinidad son básicamente nuestra naturaleza. Si durante toda nuestra vida gritamos que somos pecadores, sólo nos debilitamos. Sri Ramakrishna solía decir que repitiendo constantemente “Soy un pecador”, uno realmente se convierte en pecador. Uno ha de tener una fe tal como para poder decir: “He entonado el santo nombre de Dios. ¿Cómo podrá haber pecado alguno en mí?”

“Admite tus pecados al Señor”, enseñó Sr¡ Ramakrishna, “y haz voto de no repetirlos. Purifica el cuerpo, la mente y le lengua entonando su nombre. Cuanto más te muevas hacia la luz, más lejos estarás de la oscuridad.

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Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Sólo cuando hemos sido iluminados por el conocimiento unitivo de Dios nos convertimos realmente en sus hijos y pacificadores. Por supuesto, es cierto que somos siempre sus hijos, aún en la ignorancia. Pero en la ignorancia, nuestro ego está “inmaduro”; es autoafirmativo y se olvida de Dios. No podremos traer paz hasta que hayamos realizado nuestra unidad con Dios y con todos los seres. En el estado de consciencia trascendental (esa perfecta unión divina que los hindúes llamen samadhi) el alma iluminada no tiene ego; su ego está fundido en la Deidad. Cuando él retorna a un plano inferior de consciencia, es nuevamente consciente de su individualidad; pero ahora tiene un sentido “maduro” del ego que no crea para él ni para los demás esclavitud alguna. Ilustrado este ego maduro, las escrituras hindúes hablan de una soga quemada; tiene la apariencia de una soga, pero no puede atar nada. Sin tal ego, al hombre-Dios no le sería posible vivir en forma humana y enseñar.

Cuando ya era un joven monje, un discípulo de Sr¡ Ramakrishna me dijo una vez: “Hay veces en que enseñar me resulta imposible. No importa donde mire, sólo veo a Dios, usando tantas máscaras, jugando en tantas formas. ¿Quién es entonces el maestro? ¿A quién hay que enseñar?… Pero cuando mi mente desciende de ese plano, entonces veo tus faltas y debilidades y procuro eliminarlas.” En el Bhagavata, una popular escritura devocional de los hindúes, hay un pasaje que dice: “Aquel en cuyo corazón Dios se ha manifestado, trae paz, alegría y deleite dondequiera va”.

Es el pacificador del que Cristo habla en las Bienaventuranzas. Me acuerdo de una vida que he visto: la vida de mi maestro, el Swami Brahmananda. Quienquiera llegaba a su presencia sentía una alegría espiritual. Y dondequiera fuese, llevaba consigo una atmósfera de fiesta.

En uno de nuestros monasterios había una cantidad de jóvenes postulantes, no instruidos aún, recién salidos de la escuela. Una vez que estaban juntos un corto tiempo, sus viejas tendencias empezaban a afirmarse, y los chicos formaban camarillas y reñían. Un swami mayor de nuestra orden fue a investigar. Los interrogó a todos y pronto descubrió a los cabecillas. Entonces escribió al Swami Brahmananda, que era el jefe de nuestra orden, que estos niños eran inadecuados para la vida monástica y debían ser expulsados. Mi maestro contestó: “No haga nada al respecto. Yo mismo voy para allá”. Al llegar al monasterio no interrogó a nadie. Tan sólo empezó a vivir allí. Sólo insistió en una cosa: que todos los niños debían meditar en su presencia regularmente todos los días. Los niños pronto olvidaron sus pendencias. Toda la atmósfera del lugar se elevó. Para cuando el Swami Brahmananda se marchó, dos o tres meses después, se había establecido una armonía perfecta en el monasterio. No hubo que expulsar a nadie. Fueron transformados las mentes y los corazones de los postulantes.

Cuando llegué por primera vez a nuestro monasterio de Belur, dos jovencitos disputaron y empezaron a golpearse. El Swami Premananda, el abad, vio esto y le pidió a Brahmananda, su hermano discípulo, que expulsase a los niños. Mi maestro le dijo: “Hermano, ellos no han venido aquí como almas perfectas. Han venido a ti para alcanzar la salvación. ¡Haz algo por ellos!” El Swami Premananda le dijo: “Tienes razón”. Nos convocó a todos los monásticos y nos llevó ante el Swami Brahmananda. Con las manos juntas pidió a mi maestro que nos bendijera. El Swami Bramananda alzó su mano sobre nuestras cabezas, y uno por uno nos postramos ante él.

Hablando por mi propia experiencia, sólo puedo decir que esa bendición fue como una fuente refrescante para un niño febril. Le daba a uno una exaltación interior que podía sentirse pero no describirse. Se olvidaron todas nuestras agitaciones, y nuestros corazones estuvieron llenos de amor. He aquí cómo nos afecta un pacificador real. Cuando nuestros corazones se elevan por su presencia, no tenemos deseo alguno de pendencia, porque estamos absorbidos en el amor de Dios.

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Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.

Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.

Las personas mundanas no entienden el valor de la vida espiritual. Se burlan a menudo del aspirante espiritual, y a veces le vituperara y tratan de injuriarle. Pero el hombre religioso no reacciona ante esto. Su mente está fija en Dios; por tanto, siente la unidad, ve la ignorancia, y es misericordioso. Pero si es criticado o perjudicado, no se compromete; no escoge complacer a las personas mundanas.

Hay un relato sobre un joven monje que viajaba. Cuando se cansó, se echó bajo un árbol. Como no tenla almohada, tomó unos pocos ladrillos y apoyó en ellos su cabeza. Algunas mujeres iban por el camino para obtener agua del río. Cuando vieron al monje allí echado, se dijeron entre ellas: Mirad, ese joven se hizo monje y todavía no puede estar sin la idea de una almohada. En lugar de ésta tiene que tener ladrillos.

Siguieron su camino y el monje dijo para sí: “Tienen mucha razón de criticarme”, por lo que tiró los ladrillos y se echó de nuevo, con la cabeza sobre la tierra. Al poco rato, volvieron las mujeres y vieron que los ladrillos habían desaparecido, y exclamaron desdeñosamente: ¡Linda clase de monje. Se siente insultado porque dijimos que tenía una almohada. Mirad, ahora… ¡Ha tirado su almohada!

Entonces, el monje pensó: Si tengo una almohada, la gente me critica; y si no tengo una almohada, eso tampoco le agrada. No se la puede complacer; permítaseme procurar complacer a Dios sólo.

Ningún hombre realmente espiritual cumplirá acción alguna por el hecho de causar una buena impresión a los demás, o a fin de crear prestigio para sí. A veces siente precisamente lo contrario: que si tiene que ir en contra de todo el mundo por causa de Dios, lo hará, y hará eso solo; no le preocupa lo que los demás piensen de él.

Normalmente, cuando alguien habla mal de nosotros o trata de perjudicarnos, queremos instintivamente apaciguar a nuestro ego antes que complacer a Dios; y por ende sentimos el impulso de tomar represalias. Pero si cedemos a este impulso, no sólo herimos a otro sino también a nosotros mismos; pues cuando estamos encolerizados o resentidos, nos separamos del pensamiento de Dios. Por ello, todos los grandes maestros espirituales han enseñado, como lo hiciera Cristo, a no tomar represalias, a no resistir al mal, sino a rezar por quienes nos vituperan y persiguen.

Por supuesto, la no-resistencia perfecta no pueden seguirla todos. Para un hombre que no vive en un estado de consciencia de Dios, que ve el mal, es un deber resistir al mal. Para él, la no-resistencia no sería una virtud sino una excusa para la hipocresía o la cobardía. Antes de que un individuo esté dispuesto a volver la otra mejilla, deberá estar espiritualmente evolucionado; deberá haber alcanzado la pureza del corazón. Sólo un alma iluminada, quien ve a Dios en todos los seres, puede mantener paciencia, indulgencia y tranquilidad perfectas en medio de los conflictos y contradicciones de la vida.

A lo largo de toda la historia de la religión hallamos tales almas iluminadas: santos y encarnaciones divinas que vivieron el ideal de la no-resistencia y del perdón. Cristo, orando en la Cruz, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, es uno de los más grandes y más famosos ejemplos. En nuestra era, Sri Ramakrishna ejemplificó el mismo ideal, como lo ilustra el siguiente incidente.

Un sacerdote del jardín del templo de Dakshineswar, donde vivía Sri Ramakrishna, se puso celoso porque Mathur Babu, el administrador de los bienes del templo, era afecto a Sr¡ Ramakrishna y hacía lo indecible para procurarle comodidad. Este sacerdote pensaba que Sri Ramakrlslma había echado a Mathur un hechizo mágico para ponerle bajo su control. Una y otra vez suplicó a Sri Ramakrishna que le revelase la fórmula secreta de su éxito. El Maestro le dijo repetidamente que no había usado poderes secretos, pero el sacerdote no le creyó.

Un día, cuando Sri Ramakrishma estaba solo en su cuarto, absorto en la consciencia de Dios, el sacerdote entró sin que lo observara y lo pateó y golpeó hasta hacerlo sangrar. Sr¡ Ramakrishna no mencionó el incidente a nadie hasta mucho después, luego que se le pidiera al sacerdote que abandonase el templo por otra razón. Cuando le contó esto a Mathur, éste exclamó: “Padre, ¿por qué no me lo hiciste saber antes? ¡Le hubiera rebanado la cabeza!… Sri Ramakrishna replicó: “He ahí por qué no te lo dije… No era culpa suya. El creía sinceramente que yo te controlaba mediante un hechizo mágico. Yo tengo que culparme, porque no pude convencerle de que le estaba diciendo la verdad”.

Cristo nos dice que la recompensa para quienes son perseguidos por causa de Dios es el cielo. Y así, la recompensa del alma iluminada, que no reacciona ante injuria alguna que le hagan, es inmediata, porque sabe que el cielo está siempre presente dentro de ella igual que fuera, incluso en esta vida. Ve a Dios, como Atman, que mora dentro de su propio corazón. Ve a Dios. como Brahman, que penetra todo el universo. Adora a Dios en todas las criaturas. La gente puede pensar que el santo perseguido está sufriendo. No comprende que la mente de éste, está absorta en Dios; ha trascendido la consciencia física, y que por tanto el santo ha vencido las tribulaciones de este mundo. Incluso mientras vive en la tierra. En palabras del Bhagavad-Gita:

“Su mente está muerta
para el contacto de lo externo,
y está viva para la bienaventuranza del Atman.
Porque su corazón conoce a Brahman
Su felicidad es eterna”.

(Traducción española, Editorial Kier S.A., Buenos Aires, 1979-1985).

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