El hombre moderno ha perdido su alma.

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Y es la más gran pérdida que puede resentir un ser humano. La más inmensa.

Y perder la potencia de su ser, donde se origina la voluntad y se  tejen los sueños de redención, de justicia, de liberación, de sana rebeldía impulsora de cambios en visiones obsoletas, es abandonar su esencia, mediante la cual puede elevarse al Olimpo del espíritu, sin la cual no es posible la trascendencia.

El hombre moderno es un ente trivial, despojado de su fuerza almica, sin la cual no puede despertar en ese mundo somnoliento de la modernidad, que le fue inoculado como la única realidad de que es capaz de entender, saber y sentir.

Le fue infundida una realidad, mejor dicho, una prisión de la cual no fácilmente se puede salir; ese es su infierno particular; su mundo de ficciones y falsas necesidades, que le han inoculado por el sistema que mantiene el modelo de la modernidad, mediante el cual se pretende – al menos así me parece – ahogar todo esfuerzo, e impedir en el ser humano el camino que le permita elevar la conciencia de si; del mundo y el cosmos que lo rodea; desconectándolo de esa relación, por designios de los egos insolidarios más poderosos que controlan el mundo, mediante formulas que impulsan el consumismo y el hedonismo prevaleciente y de esa manera, atando y anclándolo a lo más grosero.

Es en esa realidad en la que se debate el hombre de nuestro tiempo. Al menos aquel hombre y aquellas sociedades y naciones que se encuentran sujetas al sistema, a ese modo de vivir que conocemos como “american life”.

 

 

 

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